lunes, 7 de septiembre de 2015

AGUAMANIL

Debería bastar con decir basta para que la noche dejara el postigo de la puerta. Debería bastar con nacer para qué estuviéramos despojados de toda cifra o indicio. Debería bastar con morir una vez para dejar de ser lo que somos, para que los demás dejaran de confundir el este con el ese o el aquel; el que fuimos o no seremos antes de ser nosotros. Debería bastar con maldecir una vez al monstruo que habita la sombra. Pero no, ya no basta con bastar. Ahora la noche se queda y hay que aguantar la homilía de los grillos, la tenacidad de las voces, el infortunio de los vencidos. Hay que morir varias veces para entender que el monstruo de la sombra, aquel dueño y señor de la lluvia, aquel que es una pobre deformación de la piedad por uno mismo, ese monstruo mustio que llega solo y nos devora y vomita, sólo es nuestro reflejo, el que habita en el agua estancada de un lavamanos a las dos de la mañana.

EL LOBO DE LAS DIEZ VOCES

¿Quieren saber por qué la maté? No se preocupen, les puedo contar todo y así verán que no es el relato de un loco. Nervioso, sí, muy nervioso. No tenía nada contra ella. La ama, la deseaba todas las noches. Ustedes no saben el grado de deseo. Me transformaba en cosa, en animal, en bestia. Puedo ser un tanto nervioso pero no loco, loco jamás. En esa época, la trataba con mucho cariño, con regalos, con atenciones. Cumplía al pie de la letra con todos sus deseos, por más absurdos que fueran. Nunca la traté mejor que esa semana antes de matarla. Todos los días iba a buscarla a su oficina, sin que ella supiera. La veía ir y venir con uno o con otro. Siete días hice eso. Inquieto si, loco nunca. Con ésto les estoy demostrando mi enorme lucidez. Nervioso, no loco. El octavo día cambiaron mucho las cosas. Fui a su oficina de nuevo, viajé en taxi y caminé tres cuadras, la miré con un hombre alto, moreno y blanco, se sujetaban de la mano y se abalanzaban con perros excitados. Amarillo, verde, celeste. Inquieto y nervioso sí, loco nunca. Verde, verde, amarillo amarillo celeste. La seguí por nueve cuadras, a veces escondido detrás de un árbol, otras con un periódico de tres días antes ocultando mi rostro. Loco, loco. Nervioso, inquieto, amarillo verdoso y celeste. Hasta ese día no tenía nada contra ella. Yo la quería. Oficina verde cosa animal moreno perros. Llegando a casa, me preparó el güisqui de la noche, me encendió el cigarrillo. Inquieto y nervioso, pero no loco. Celeste, verde celeste. Y entonces la escuché en la bañera. Debía estar desnuda y en lo oscuro. Si se abría la puerta sólo un rayo de luz se atravesaría. Entonces ahí mi ira se desató finalmente. Me abalancé con un alarido sobre su cuello. Le tapé la boca con la mano y con el cuchillo de la cocina le corté la cabeza. Ah, que liberación. Celeste, amarillo verdoso celeste. Cómo pueden ver, procedí con total astucia y lucidez. Ésto niega totalmente la posibilidad de que yo esté loco. Le corté los brazos y los pies. Apagué las luces y fui a la farmacia por lejía. Compré dos litros y regresé. Inquieto sí, loco jamás. Tomé sus piernas y sus brazos y los puse en la regadera y comencé con mucho cuidado a derretirlos. Loco, loco, loco. A veces me duele la cabeza. Después el torso y los dientes, sus risos que un día me enamoraron, sus orejas con todo y aretes. Todo, con excepción de sus ojos. Esos se los dí a los lobos. Inquieto y callado, sí. Loco jamás.